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Libro: Siglo XX Nadie Tuvo La Razón

La Piñata como Herencia


El paso del conquistador español por América dejó claras huellas, al igual que anteriormente los moros habían dejado las suyas durante los ochocientos años que tardaron en construir alcázares por toda Sevilla, Segovia y Toledo, muchos otros castilletes por toda Andalucía y muchos otros moritos por toda España.

Según parece ser, los conquistadores venidos a suelo venezolano, eran muy dados a la juerga, ya que entre sus costumbres más notorias figuraba la llamada fiesta brava.

Fiesta brava que no es otra cosa, que esa diversión colectiva consistente en sacrificar a un inocente animal, que tiene que ponerse muy bravo con lo que pretenden hacerle en esa fiesta, celebrada frente a una multitud que, previo pago de una costosa entrada al circo, aplaude hasta el delirio el deplorable hecho de sangre.

También a tono festivo, heredamos la costumbre de la piñata. No entraremos a considerar detalles nimios acerca de su origen - español o mexicano, suizo o japonés, da lo mismo -, lo cierto es que no era costumbre makiritare, caribe o waica.

La piñata, en esencia, es una fórmula para repartir golosinas y juguetes a los niños, en medio de la celebración de una fiesta. Lo malo consiste, en que esa loable intención, se realiza de la peor manera imaginable.

Aunque suponemos que todos conocen de sobra las piñatas, repasemos algunos detalles de su mecánica, de manera de visualizar con precisión, cuán monstruosa y nefasta resulta esa costumbre.

Lo primero es seleccionar un recipiente para los objetos a repartir. Generalmente confeccionada en cartón y coloridos adornos de papel, el diseño de la piñata suele escogerse a imagen y semejanza de la figura preferida por el niño objeto del agasajo.

Supongamos que el infante en cuestión se ha encariñado con un perrito, llámese, Lassie, Rin Tin Tín, Beethoven o como cualquier otro heroico can de las tiras cómicas. Los cariñosos padres no dudarán en encargar la hechura de una piñata que represente a una de esas figuras.

Cuando el objeto en cuestión llega a la casa, el niño queda absolutamente fascinado. No lo puede creer, pero allí está. Al alcance de su mano, engalanado con lazos y serpentinas, tiene al Pluto con el que siempre ha soñado como compañero de aventuras. Si camina diez de sus cortitos pasos en la dirección correcta, podrá tocarlo con sus regordetas manitas.

La madre ha hecho un alto en su ajetreo pre-piñata, para contemplar, totalmente embelesada, la cara de felicidad del dulce niño. Esa tarde, y con toda razón, ella siente que la tienen vuelta loca.

La señora de los tequeños , no los ha traído todavía. El marido va a llegar un poco tarde - por una reunión en la oficina - y no hay quien infle todas las bombas. El mesonero contratado, tiene cien cosas por hacer, pero antes de cada una, le hace tres o cuatro preguntas a la ajetreada madre. El carrito de perros calientes no cabe por la puerta. El de las cotufas ya pasó, pero hay que mover tres o cuatro mesas para que llegue a su sitio. Y el muchacho de la música, quiere saber si los enchufes son ciento-diez o dos-veinte.

- Andrecito, mi amor, voltéate para acá, para tomarte una foto con tu piñata.

Cuando Andrecito está por materializar su sueño de abrazar a la que le han dicho que es su piñata, resuena el desaforado leco:

- Andrés José. Si tú me llegas a tocar esa vaina, no hay piñata. Te me vas para tu cuarto y te me quedas castigado hasta mañana. Así que ni se te ocurra acercarte.

El afligido niño ya conoce de sobra el desdoblamiento. El es Andrecito - todo risa y caricias - cuando recién lo despiertan y cuando se come las horribles espinacas. Cuando el paseo en carro se alarga interminable y se hace pupú en los pantalones, pasa de inmediato - todo regaño y nalgadas -, a ser Andrés José.

De manera que prefiere seguir en su rol de Andrecito y reprime el impulso de jugar alegremente con su Pluto recién llegado. Después de interminables minutos - oh, my God -, contempla como su Pluto es elevado por los aires, a una altura que ni su papá - hasta ahora lo más grande que él ha visto en su corta vida -, alcanza a tener.

Aunque no está muy convencido, Andrecito se consuela pensando que a Pluto le pusieron allí, para que los desconocidos niños que van llegando, tampoco lo vayan a tocar.

En medio de su embeleso, Andrecito, con las mucosas olfatorias acribilladas de aromas, percibe que tiene hambre, e intenta llegar hasta las vistosas gelatinas y postres que adornan la enorme mesa central. Craso error.

- Andrés José, ni se te ocurra comerte las cosas que son para después de tumbar la piñata. Y las bombitas no me las toques, que las vas a reventar y esas son de adorno

Repentinamente, Andrecito es alzado en brazos de un tío, que pone en sus manos una vara cubierta de adornos y le pide que le dé palos a la piñata, la cual se bambolea vertiginosamente ante sus atónitos ojos.

Aún no ha asimilado aquello, cuando una rápida sucesión de niños, también intenta apalear a su perro. Pero papi y mami le protegen. Mami le venda los ojos a todos los carricitos y Papi maneja la cuerda, para que ninguno alcance a pegarle.

Hasta que le toca el turno al tarajayo aquel, que sube el pañuelo hasta su frente y con la disfrazada cabilla le cae a toletazos a su piñata. Del herido vientre de Pluto, brotan caramelos y juguetes a granel. Niñeras primero, niños y madres después, el piso se cubre de un amasijo de brazos y piernas que a pescozón limpio, luchan por el esperado botín.

Andrecito, algo tarde, tienta participar en el festín. Cuatro cogotazos ya le han propinado sus primos mayores, cuando el pequeño Andrés intenta agarrar a un precioso Bambi plástico. La mano de la niñera llega antes y el Bambi pasa a hacerle compañía a todo el ejército que yace bajo la improvisada Disneylandia del uniforme que cubre las velludas piernas de la cachifa.

Por fin, allá en la esquinita, está Mickey Mouse, solito, esperando por Andrecito. Cuando ya lo tiene en su mano, la pesada bota de la anteojuda hija de la vecina, le hace soltarlo con premura.

Hasta aquí llegó el tierno Andrecito. Ahora van a ver de lo que es capaz Andrés José cuando se arrecha. Palo de piñata convertido en bate, cual su tocayo Galarraga, Andrecito le vuela los lentes a la majadera vecinita, la cual, más tocada en su orgullo que en su frente, prorrumpe en alaridos desgarradores.

Andrecito no tiene tiempo de hacer el segundo intento de bateo. Ya su mamá lo ha cargado y luego de aplicado el consabido pellizco que el Código Infantil de Enjuiciamiento Criminal contempla como pena máxima en tales casos, procede a confinarlo al tope de la mesa de los postres, por el tiempo indeterminado que dure la sentencia dictada :

- Tú te me quedas aquí, hasta que aprendas a portarte bien, muchacho de ñoña.

Desde esas alturas, Andrecito - Andrés José o muchacho de ñoña, según el caso - observa los últimos escarceos por los despojos de Pluto, ya mutilado de patas y rabo. Su mente en desarrollo, intenta grabar cada detalle para aprender a comportarse en las próximas piñatas que la vida le depare.

Mientras planifica cómo le servirá lo aprendido esa tarde, en su futuro como ministro, banquero, alcalde, diputado, juez de parroquia, director de fogade, comerciante o simple oficinista, natura le agobia de nuevo y muy plácidamente hace pipí en la ponchera de tisana, único recipiente disponible al cual le encuentra cierto parecido con su bacinillita azul, sobre aquel mesón que tan injustamente le dieron por prisión.

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